No nos hagamos ilusiones. Por muy variada que nos parezca la oferta de las agencias de viaje y por muy abigarrados y coloridos que se nos ofrezcan los mapas, en este mundo sólo se puede viajar en dos direcciones: o contra los otros o hacia ellos. Contra los otros, el así llamado Occidente no deja de organizar expediciones militares y cruceros de lujo, giras de negocios y rallys espectaculares, operaciones de bolsa y visitas a las Pirámides. El viaje hacia los otros, por el contrario, es sistemáticamente impedido, desacreditado o despreciado.
Bajo el capitalismo globalizador, incompatible con plazas abiertas, asambleas y ágoras, sólo hay dos “lugares” antropológicos de inscripción individual: el “pasillo”, utopía ultraliberal de la circulación sin obstáculos, y el “muro”, que revela su fracaso. En el Pasillo giran sin cesar las mercancías, las armas, la información, el dinero, los turistas. En el Muro se quedan enganchados una y otra vez los pobres, los “terroristas”, los inmigrantes. Son estos dos “lugares”, apenas porosos, espalda el uno del otro, los que construyen la sensibilidad y el comportamiento de los que están atrapados en ellos. En la experiencia del viaje -contra los otros o hacia ellos- es la dirección del desplazamiento y el medio de transporte, marcas de jerarquía global, los que determinan estructuralmente la autoestima del viajero y su percepción del otro y, por lo tanto, la recepción en destino. Contra los otros, vamos blandamente y reclamando gratitud y recibiendo aplausos; hacia los otros, se va a trompicones y pidiendo disculpas y recibiendo azotes. El turista entra en Africa como los acuerdos comerciales y las directivas europeas, desde el aire y desde lo alto, en avión o en crucero de lujo, y se comporta -y es tratado- como si procediese de su alma el valor de sus divisas. Al inmigrante se le obliga a entrar en Europa a ras de tierra y por agujeros, como las ratas y los insectos, y tiene que hacerse perdonar, con sumisión y bajos salarios, su irreductible condición animal (y la necesidad que tienen de él).
Bajo el capitalismo globalizador, sólo hay ya dos posibles desplazamientos en el espacio, en direcciones opuestas y paralelas: el turismo y la emigración. Aún más: ya no hay ni razas ni sexos ni caracteres; ni españoles ni franceses ni senegaleses ni filipinos; sólo turistas e inmigrantes, relaciones entre turistas, relaciones entre inmigrantes y sordos intercambios desiguales entre turistas e inmigrantes. El turista es turista también en su país de origen porque allí también se limita a mirar y porque la presencia inmigrante, molesta y pruriginosa, lo eleva simbólicamente por encima de su clase y lo disuelve ilusoriamente en un grupo nacional revalorizado por el deseo del forastero. El inmigrante es también inmigrante en su propio país porque también allí es objeto de precauciones y sospechas y se ve ininterrumpidamente separado de los visitantes, sin más pasajes que la astucia o la mendicidad, por muros y policías que confirman la peligrosa exterioridad de los nativos.
Pero la diferencia entre los dos “lugares” -el Pasillo y el Muro- dibuja oposiciones subjetivas cuando menos sorprendentes.
Los turistas son llevados, acarreados, dirigidos y entretenidos; los inmigrantes -como recordaba John Berger- “son los más emprendedores de su generación”.
Los turistas viajan encerrados en confortables lager, clientes de su propia prisión; los inmigrantes, hasta que se les encierra por existir, son libres.
Los turistas son consumidores livianos sin raíces, aventados por placeres superficiales de orden canibalístico (devorar viandas, souvenirs e imágenes); los inmigrantes viajan guiados por la nostalgia (el “doloroso deseo de regresar”) y por eso, en medio de las dificultades, conservan sus costumbres y sus valores de origen. Llevan el alacrán de la realidad clavado en el cuerpo.
Los turistas visitan; los inmigrantes viajan. Los turistas están siempre llegando a sí mismos; los inmigrantes progresan y arriesgan. “Para ir de Palermo a Túnez” -resume de forma lacerante Gabriele del Grande- “bastan 47 euros, diez horas y un carnet de identidad; el viaje a la inversa puede costar 2000 euros, años de desierto y, a veces, la muerte”. Los turistas son, pues, corderos; los inmigrantes aventureros.
Los turistas, porque tienen papeles, no son “personas” sino puras personificaciones de un Estado soberano que avala su pasaporte y su moneda; los inmigrantes sin papeles (porque se han desecho de los de origen y no han recibido otros en destino), abandonados por su Estados infrasoberanos, cuerpos completamente a la intemperie, son individuos puros. Los turistas son abstracciones colectivas; los inmigrantes, concreciones individuales.
Prólogo a Mamadou va a morir. El exterminio de inmigrantes en el Mediterráneo
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